domingo, 6 de enero de 2008

Tan iguales... tan distintos.

Hace unos años, los primeros resultados publicados sobre los estudios acerca del genoma humano llamaban mi atención. En especial una cifra, la que concluía que el 96,4% del mapa del genoma humano era idéntico en todos los seres humanos. Apenas un 3,6% hacía la diferencia y ¡que diferencias!

Quizá podríamos decir que es un porcentaje insignificante; pero piénsese, por ejemplo, en lo que sucede con los cromosomas: un solo cromosoma puede generar una especie distinta o el mismo cromosoma ubicado de diferente manera genera otra familia dentro de la misma especie que, entre el chimpancé y el ser humano, se trata de una diferencia más que significativa, ¿no?

Si. Una minoría que hace mucha diferencia.

Si pasamos a otro ámbito nos topamos con frases como “¡La mayoría manda!” o, conceptos como “Pueblo”, “clase”, “raza”, “economía”, “Capital”, “Estado”, “democracia”, entre otros, que (en el uso) terminan diluyendo la persona humana a un grupo.

La suma de los individuos no hace el grupo. Dos personas no hacen una pareja. Lo que sabemos muy bien ante la muerte de una persona amada.


Emmanuel Mounier afirmaba «Mi vecino es un francés, un burgués o un maniático, un socialista, un católico, etc. Pero no es un Bernardo Chartier: es Bernardo Chartier.»[1]

Cada ser humano es único, irrepetible, inconfundible. Incluso los clones naturales (los gemelos idénticos) son distintos entre si, aun teniendo el mismo ADN… aun bajo la apariencia de mirar al espejo.

También habremos escuchado que “ninguno es insustituible”, y es cierto, pero nadie puede hacer lo que yo de la misma manera que yo. Nadie. Incluso ninguna persona puede sentir lo que otra siente… Lo más que podemos hacer es empatizar con ella, es decir, imaginarnos como puede ser su sentimiento a partir de una experiencia propia en situaciones similares y hacer presente ese sentimiento. Por ejemplo, condolerse del amigo al que se le murió el papá, recordando cómo me sentí cuando murió el mío o pensando cómo me sentiría si fuera el mío.

La conciencia de esta unicidad es tan fuerte que incluso la proyectamos hacia objetos o animales que tenemos cerca y apreciamos. Por ejemplo, decimos, de un objeto, que es único para nosotros porque tiene un significado especial (aunque haya sido hecho en serie).

Aun cuando seguimos modas buscamos la manera de distinguirnos… En la adolescencia este es un sentimiento fuerte; aunque terminen mimetizándose con el grupo de pares, el adolescente quiere distinguirse, quiere buscar y subrayar su independencia, su autonomía.

Como seres humanos tenemos muchas cosas en común pero aún así somos distintos. El fundamento de nuestra unicidad está en la interioridad, dimensión esencial de la persona humana, como la corporeidad (exterioridad) o la trascendencia de las que ya conversamos en artículos anteriores.

Tenemos conciencia de YO. Atribuimos a nuestro “yo” nuestras acciones y decisiones, podemos asumir responsabilidad de las mismas, podemos ser autónomos gracias a nuestro propio yo. No solo sabemos… sino que nos damos cuenta que sabemos, que existimos, que somos...

Podemos autodeterminarnos. Vivimos desde nosotros mismos, no desde los estímulos exteriores a nosotros mismos, por eso cualquier condicionamiento puede ser superado, por muy fuerte que sea. El animal no puede hacer lo mismo por que está determinado a su programación instintiva: no puede actuar de otra manera. El ser humano siempre puede hacerlo.

Por ejemplo. En el mundo animal el instinto por la supervivencia es el más fuerte de los instintos animales, por eso se protege del depredador inmediato, busca alimento y se aparea… también en el ser humano está presente una especie de instinto primario de supervivencia… (y aun así no es un instinto) y vemos a seres humanos que dejan de comer (por dieta, o luchas por los derechos humanos,…) o incluso van desarrollando comportamientos suicidas (fumar, beber, conducir a velocidad irracional, y tantos otros que conocemos).

La libertad humana es la máxima expresión de esta dimensión (pero de ella conversaremos en otra oportunidad). Sí, somos interioridades abiertas a los demás. El hombre se conoce (a sí mismo) en la medida que entra en relación con los demás. Es un ser para el encuentro. La presencia del TU en el YO, hace que el Yo esté presente a sí mismo (autoconsciente).

Por eso es que sólo en la medida que te amo (es decir, cuando salimos de nosotros mismos y vamos al encuentro de otro) me entiendo y te conozco de verdad.

“Me conocerás el día que me ames” decía María Noël, poetiza francesa.



¿Qué podríamos decir de frases como “yo quiero por igual a todos mis hijos” o “nosotros en la evaluación somos objetivos: a todos medimos con el mismo instrumento”?

Las madres lo saben (También los padres, por cierto, pero las madres tienen una ventaja sobre los padres: 9 meses de relación íntima con sus hijos) no amamos a nuestros hijos o hijas por igual. Los conocemos y amamos en sus diferencias; con sus fortalezas y sus debilidades y a partir de nuestras propias fortalezas o debilidades y, por eso, es más probable que des más atención y/o afecto a quien sientes que necesita más atención o afecto.

Eso no quiere decir que ames menos a alguno de tus hijos o hijas, simplemente… los amas de una forma única.


¡Claro que uniformar (forma igual) resulta más fácil; pero lo único que muestra es el poco entendimiento del ser humano[2]. Cuando la educación es cuestión de metodología, más que de corazón, la misma evaluación es una medición respecto a diferentes parámetros; pero no es una evaluación ya que la esencia de la evaluación es la valoración y solo se puede valorar al ser humano desde su unicidad.

Incluso ciertas neurosis afectivas se inician al igualar…

Por ejemplo: una mala experiencia amorosa de la que se concluye que todos los hombres son… o todas las mujeres son… no se adecua a la realidad y podría llevarme a autoinhabilitarme para amar y ser amado, aumentando aun más la neurosis. Llegar a afirmar: “algunos hombre son…” o “algunas mujeres son…” o, mejor aún, “esta persona, con nombre y apellido fue así conmigo y ahora la perdono y la dejo en libertad…” es más realista y profundamente más sanadora de nuestras heridas afectivas.

¡Cuantos padres, madres o profesores se sienten defraudados por sus hijos, hijas o alumnos por que ellos mismos fueron la medida de las expectativas que tenían!

Nadie defrauda a otro. Somos nosotros quienes nos sentimos defraudados porque nos pusimos como medida para el otro… cuando… “el otro”… es único, inédito, no sumable, irrepetible, inconfundible, irremplazable.

Somos tan únicos que “yo puedo dar mi vida por otro; pero no puedo exigirte que des tu vida por mi” Como bien recordaba Martín Buber (1878-1965).



Marco Antonio Bellott P.

© 6-01-2008


[1] Mounier, E. (1957). El personalismo. Eudeba, Buenos Aires, p. 6.
[2] Recuerda la frase de María Noël.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen Marco Antonio:

Aunque me sometiste a la lectura un lunes por la mañana, te perdono, jaja. Me parece un artículo muy bueno, y quizás sólo podría aportar que el hombre no se diluye en la coexistencia con los otros, el sumarse a un todo colectivo lejos de aniquilar nuestra indivualidad, la potencia, puesto que la identidad es dialógica, es decir, exisitirá en la medida en que otros la reconozcan.

Es un tema muy interesante el planteado, señor Bellot, lo seguiré leyendo.

Un abrazo,

Revolución sin manos dijo...

Hola Marco Antonio!!!, disculpame por leer tu post hasta ahora, pero he andado haciendo varias cosas.
Me gustó mucho tu artículo, me encanta ese tipo de temas, soy una psicóloga frustrada.
Con respecto a las generalizaciones, estoy totalmente de acuerdo. El ser humano todo el tiempo está haciendo generalizaciones de todo lo que le sucede y es un grave error. Estoy convencida que la palabra tiene mucho poder y cada vez que uno dice cosas como "siempre me va mal", pues estás tomando una actitud negativa que conduce a que todo te salga realmente mal.
Por eso trato de tener una actitud positiva ante la vida y evitar las generalizaciones, aunque algunas veces se me escapan.
Un fuerte abrazo.